Las últimas noticias sobre los índices de violencia en el país, refleja una vez más la vulnerabilidad en la que nos encontramos todos y cada uno de los mexicanos, ante la indiferencia y apatía de los gobiernos que sólo se han dedicado a contabilizar el número de sus bajas a las que, desde hace años, ha denominado víctimas colaterales.
Ante un Estado débil, la seguridad ahora sólo está garantizada en el papel, ese que afirma que todo ciudadano tiene derecho a vivir en paz, tranquilidad y armonía, conceptos que, incluso, no se manifiestan ni en la casa, en los centros de trabajo y mucho menos en la calle en donde cuyo delito es el estar en el momento y lugar equivocados.
Si bien es cierto que la desaparición de personas, así como el alto porcentaje de crímenes ha despertado los demonios, también lo es que la capacidad de asombro por parte de la sociedad ha desaparecido, porque ahora es tan común escuchar sobre la muerte de un humilde campesino como común es la noticia de decapitados o de reconocidos políticos y empresarios asesinados, o involucrados con el crimen organizado.
¿En qué país vivimos? Tratando de ser optimistas y en una respuesta párvula podemos afirmar que en cualquier otro menos en el México que nos vio nacer, crecer y desarrollarnos. Ese México ya no existe porque hemos aprendido a estar entre la violencia delictiva, política y social como una forma de vida sin ninguna salida alterna.
De qué sirve desgarrarse las vestiduras si no hay un interlocutor que dé solución a este grave problema que dejó de ser exclusivo de las clases altas o medias, convirtiéndose en una amenaza latente también para las denominadas clases bajas mexicanas, porque hoy, en ese México lindo y querido, lo mismo da asesinar a un humilde campesino que a un empresario, a un político o a un representante de culto.
Levantar una protesta como la de los últimos años no ha servido de nada que no sea la atracción de reflectores y al final sean casos que pasen al abandono, a la omisión y a la miopía gubernamental como, por ejemplo, el asunto de los 43 desaparecidos de Ayotzinapa o el homicidio de integrantes de la familia LeBarón, entre otros más que nombrarlos nos agotaríamos este espacio. Estos hechos han pasado a ser simples estadísticas dejadas tanto por la inseguridad como por la corrupción, esta última el mal de males de nuestro país.
Una vez más es evidente que el Estado mexicano ha sido rebasado, que está ciego, sordo y mudo para atender, garantizar y procurar la estabilidad política, económica y social de sus gobernados ávidos de respuestas congruentes e inmediatas.
México está en el umbral de la desesperación, la inestabilidad y la ira ante un Estado cada vez más indiferente y, sobre todo, débil desde sus entrañas.